De siempre hemos observado en la Administración tributaria la ausencia de buenos hábitos de lecturas o consultas recomendables para su trabajo, a juzgar por la frecuencia de las citas, en apoyo de sus tesis, de tribunales amigos como el TEAR o el TEAC , tribunales ambos de la propia Hacienda. No faltan tampoco Dependencias, que incluso citan a la Dirección General de Tributos o algún otro organismo de la casa, incluso a sus contestaciones a consultas formuladas.
Y todo ello, frente a la lamentable ausencia de citas o referencias al Tribunal Supremo y a su doctrina, cuando prácticamente es la única con solvencia.
Y lo malo de todo ello es que ese nivel tan bajo al que se funciona tiene una principal víctima: el contribuyente, al que todo tipo de cuenta cuentos, salvo excepciones, ilustran y desinforman, ofreciéndole una realidad, que no es real, sino meramente al servicio de fines económicos y recaudatorios.
El tema de las sanciones, que hoy me propongo comentar, posiblemente es el más flagrante, sencillamente porque es muy difícil cometer una infracción tributaria y mucho más sancionarla respetando la normativa vigente y los derechos y garantías del contribuyente, aunque al nivel de los organismos y tribunales amigos, la Administración lo tenga aparentemente muy fácil.
Las carencias principales de la imposición de sanciones son la ausencia de motivación de las resoluciones sancionadoras y la falta de prueba de la culpabilidad.
No basta, en efecto, con hacer una mínima referencia a la norma que fundamenta la imposición de la sanción, sino que se debe hacer constar expresamente el motivo o la causa de la sanción, así como los criterios de graduación aplicables para la determinación del importe económico de la sanción impuesta y la correspondiente valoración, a efectos de poder aplicar el principio de proporcionalidad.
No es apreciable la culpabilidad cuando el contribuyente no oculta datos a la Administración, sino que los declara erróneamente como consecuencia de una divergencia de criterio razonable.
No se puede sancionar por el mero incumplimiento de obligaciones tributarias, debiendo la decisión de sancionar estar soportada no por juicios de valor, ni afirmaciones generalizadas, sino por datos de hecho suficientemente expresivos y detallados, con descripción individualizada, incluso, de las operaciones que puedan entenderse acreedoras de sanción, de manera que las sanciones tributarias no pueden ser el resultado, poco menos que obligado, de cualquier incumplimiento de las obligaciones a cargo de los contribuyentes.
Se aprecia un déficit de motivación en todo acuerdo sancionador que no explicita mínimamente las razones por las que se estima que el comportamiento del contribuyente es constitutivo de infracción tributaria.
La simple afirmación de que no se aprecian "dudas interpretativas razonables", basadas en una especial complejidad de las normas aplicables, no constituye suficiente fundamentación de la sanción.
El principio de presunción de inocencia no permite que la Administración tributaria razone la existencia de culpabilidad mediante la afirmación de que la actuación del obligado tributario es culpable porque no se aprecia la existencia de una discrepancia interpretativa razonable.
Y un largo etc.
Cabe pues preguntarse, ¿para qué imponer sanciones, si luego resultan ilegales?