Lo primero que tiene que hacer un contribuyente es saber que los impuestos que se le exigen y las obligaciones que, según Hacienda, ha de cumplir, pueden no ser siempre del todo legales en el fondo o en la forma, o ni en uno, ni en otra. Y así se evitaría sorpresas desagradables.
El contribuyente español es, por demás, confiado y crédulo, haciendo cuanto desde la Administración se le dice, o también, por el contrario, haciendo una burda pillería que ha oído a alguien o incluso preparando una operación de ingeniería fiscal, que le han recomendado, pero que no suele pasar las más de las veces de un simple operación de “chatarrería” fiscal, porque quien ha sido capaz de diseñarla es luego incapaz de defenderla en los tribunales.
Sea como fuere, tanto las Dependencias de Gestión, como las de Inspección, no dejan de abrir expedientes y expedientes, y de liquidar, de una forma o de otra, con razón o sin ella, porque a toda costa hay que recaudar, y mucho más en momentos como éste de auténtico empobrecimiento, de ruina total, cuyo final difícilmente podrá tener lugar en el próximo quinquenio, al menos en España.
Lo cierto es que, así las cosas, podemos encontrarnos en cualquier momento con una liquidación con más o menos ceros, con su cuota, sus intereses de demora, y con su sanción… y con su margarita para deshojarla: pagar, pedir su aplazamiento o la suspensión, recurrir. No hacer nada.
A mi juicio, no hay duda. La única postura inteligente y práctica es la de recurrir y pedir la suspensión con garantías, si se tienen. Y si no, dejarse embargar, por duro que parezca, porque mientras dure el procedimiento no se podrá ejecutar lo embargado por la Administración, en ningún caso. Y todo quedará como si nada.
De todas formas, piénsese que el aplazamiento también exigirá de garantía y, lo que es más importante, las sanciones, si se recurren, quedarán suspendidas automáticamente, sin necesidad de garantías, hasta que termine el recurso.
Hablemos ahora de resultados a conseguir y de coste del recurso, comparativamente hablando, con el resultado.
De toda liquidación tributaria el punto más débil es la sanción, porque para su procedencia se habrá de haber probado por Gestión o por Inspección la culpabilidad del contribuyente o, al menos, su negligencia. Y ello reviste enormes dificultades, tantas que la Administración en la práctica renuncia a tal prueba, como si no hiciera falta, sustituyendo esta necesaria prueba por débiles argumentos, que son siempre los mismos, como si se tratara de una cláusula obligatoria de todo expediente sancionador, que se repite y repite una vez y otra al margen de sus nulos resultados, porque en definitiva son menos los contribuyentes que recurren, asesorados por especialistas, que los que se arredran y sucumben ante las sanciones.
Pero ¿a cuánto ascienden las sanciones, que normalmente se anulan? ¿A cuánto los honorarios por plantear y llevar hasta su fin un recurso?
Aun a riesgo de generalizar, a menos de la mitad, sin duda alguna.
Y todavía caben más preguntas: ¿A cuánto van a ascender la cuota y los intereses de demora, que también se anule? Pues desde el cien por cien, en el frecuente supuesto de anulación total, a donde se quiera, que será todo ahorro.
Y ello, porque pagar y no recurrir es una renuncia a todo, tanto que no he conocido nunca en cuarenta años a nadie que, habiendo recurrido una liquidación, esté arrepentido de haberlo hecho.